Sucedió al ladito de la Iglesia del buen suceso, en las casas cercanas.
Madrid aun hoy día no deja de ser un pueblo. Pero por aquel entonces, hablamos
del siglo XVIII, Doña Elvira, una anciana adinerada, vivía plácidamente en este
pueblo llamado Madrid. Nuestra
protagonista era muy coqueta, y siempre lucia los mejores vestidos, los más
distinguidos sombreros, los zapatos “último grito” de la época. Como era de
esperar también lucia sus joyas. Elvira deseaba con fuerzas que llegara el
verano para mostrar su amplio joyero y todos los días se sentía dueña y señora
de la capital. Durante el invierno, no salía y descansaba junto a su criada que
prestaba servicio desde niña. La recogió huérfana, y su nombre era Cristeta.
Una mañana de primavera de sol reluciente y temperatura ideal, Doña Elvira
decide que empezó la temporada para lucirse. Mando traer su joyero para decidir
y ¡sorpresa! del joyero faltaban joyas. La dueña y señora del glamour madrileño
señala como culpable a Cristeta su criada que sofocada niega por encima de todo
que haya sido ella la que robo las joyas. Tantos años sirviendo en esta casa y
recibe una acusación tan grave. En el fondo la sirvienta se siente indignada.
La policía ante la acusación se presenta en casa de Doña Elvira y lleva presa a
Cristeta entre lágrimas y sollozos. Con la llegada del verano nuestra señora
compró nuevas joyas y encargo nuevos vestidos de colores vivos y atrayentes. Se
encontraba con su modista cuando en la ventana se posa un pájaro, una urraca
para ser exactos. Rápidamente la urraca se mete en la casa y sin dar tiempo a
respirar a ninguna de las dos, se hace con el dedal de la modista.
-
¡Mi dedal mi dedal! Gritaba la modista.
Doña Elvira no sabía qué hacer así que corrió detrás de la Urraca, la
siguió hasta el tejado. En este lugar se posa la urraca y bajo una teja deja el
dedal. Este detalle llamo la atención de la dueña que subió a lo más alto del
tejado. Un resplandor siguió alimentando esta curiosidad, era un resplandor
especial, que ella reconocía. Levanto una teja y quedo estupefacta. Todas las
que había dado por robadas se encontraba ahí, la urraca las recogía y
depositaba como un gran tesoro. Los remordimientos no tardaron en apoderarse de la dueña de las
joyas. Habían encarcelado a Cristeta, inocente y sin culpabilidad, después de
toda una vida servicio. Intento a través
de varias misas saciar su culpabilidad pero nunca lo consiguió. Aquella mujer
ya no lucia como siempre.
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